Medellín está de moda, podría decirse que está IN. La calle plagada de turistas lo evidencia. Incierta, insoportable, intensa, increíble, invivible, inclemente, injusta, intolerante, invisible, inquebrantable, inimaginada.
¿Medellín… es eterna primavera?
Hay flores sí, pero ¿de qué depende el florecimiento constante de una ciudad?
Medellín, cúmulo y amasijo de complejidades. La imagino como un reservorio de vida en constante alteración. Brotes de contrastes.
Del mismo tamaño de su luz, así es su sombra. Un gran patio rodeado de montañas que son muralla verde protectora y a la vez un caldero en donde se cuecen desde las más grandes ideas innovadoras hasta los delitos más vergonzosos, y que, además, arde en contaminación. Ciudad contraste.
Hace poco estuve en una reunión con unos amigos y un hombre muy interesado y versado en «temas de ciudad», esos temas que nos permean todo el tiempo y de los que es pertinente, necesario y urgente reflexionar para lograr pasar del modo vicioso de la queja a la búsqueda de información válida que nos posibilite el conocimiento, la apropiación y el cuidado de nuestra casa ciudad.
Seguridad, educación, movilidad, cultura ciudadana, salud, entre otros ejes que no pueden pensarse por separado, sino que conforman, articulan y ponen en funcionamiento el organismo vivo, como yo me lo pienso, que es Medellín.
Al escuchar cifras, casos, experiencias, testimonios de trabajo y participación en diferentes áreas, me asaltaban las preguntas y mi inevitable mirada desde lo simbólico y psíquico, el alma de la ciudad también tiene sus procesos y estaciones:
En general, ¿qué tiene que ocurrir para que llegue la primavera? Como mínimo, el invierno, con su ritmo lento. Y aquí estamos acostumbrados a una primavera eterna, a un florecimiento inmediato e instantáneo desvalorizando muchas veces la necesaria condición de proceso para que se den los cambios reales, profundos y además de la flor, llegue seguro el fruto.
¿Cómo pueden irse dando los cambios a mediano y largo plazo para transformar una ciudad tan diversa como la nuestra?
¿Y cómo saber reconocer y atender las necesidades prioritarias para no coleccionar más conflictos y quejas?
La primavera eterna nos saca peligrosos contrastes: no tolerar una mala atención en un restaurante, pero banalizar la muerte haciéndola invisible; que lío que no nos saluden, que no nos sonrían (el paisa siempre se ha caracterizado por ser «gente querida»), hasta el punto que las extorsiones también se hacen con una sonrisa en la boca y un «dios se lo pague». Unas nuevas obras de infraestructura de «mostrar», pero ocultando a los habitantes de la calle. La fuerza pública no es fuerte, ni tan pública y el crimen organizado, sí es muy organizado y opera en los más altos niveles de criminalidad; sigo mejor con un doloroso etc., etc., etc.
Todo esto para mí, da cuenta del reto de vivir, construir, celebrar y padecer una ciudad con una identidad en transformación. La identidad de una ciudad en constante cambio y reverdecer debe tener una raíz profunda y sólida, pero al mismo tiempo muy móvil y flexible para alimentar tanta diversidad. ¿Cómo transformar entre todos, por ejemplo, la raíz de la «cultura» del «vivo» y el «tumbis» por una cultura de la legalidad? Aquí lo mítico, lo simbólico, lo psíquico tienen mucha relevancia en la comprensión y resignificación de nuestras simientes.
¿Cómo realmente hacer de tales contrastes una fuerza sostenedora, creativa, vinculante? Digo vinculante porque todos como ciudadanos estamos implicados y muchas veces queremos sólo responsabilizar al vecino o a los que nos dicen representar en la dirección de la ciudad.
Medellín está gritando. El que tenga oídos que oiga el grito del suelo cada vez más erosionado que pisa, y al menos haga su aporte desde la consciencia. Admiro a quienes sienten el llamado de su ciudad y lo ejercen políticamente, valientes los que ocupan un lugar y lo asumen con el riesgo de ser devorados en el camino. Valientes, necesarios. Necesarios los ciudadanos informados, formados, aterrizados, interesados y desapegados de reconocimiento, dignos en hacer parte del momento de transición constante de este bello valle, patio, hueco, claustro, casa.
«El sueño crea la realidad», y no lo digo desde un romanticismo, sino desde un sentido plenamente psicológico: desde las profundidades del inconsciente emerge la realidad.
Yo me sueño una ciudad cuya transformación no la debilite sino que la alimente, una ciudad que siga desaprendiendo viejas mañas y continúe abriéndose sobre todo, como en todo proceso de transformación, a su autoconocimiento y valoración. Una ciudad que aprenda a atender sus propias necesidades y se salga de las victimizaciones y enjuiciamientos. Un lugar en donde habitar genere sentido de vida y ya no más violencia y desolación.
Que la «eterna primavera» no sea ni eterna ni obligada, sino que las flores de mostrar y compartir sean producto de una transfiguración y participación. Quizá sea una realidad lejana, pero a mí me gusta soñarlo desde ya.